sábado, 4 de octubre de 2008

Pibes bandera



"A veces me agarra dolor de cabeza en el medio del campo. Yo siempre llevo remera con cuello alto para taparme la cara y la cabeza"

Rosario, Santa Fe , publicado en La Capital, de Rosario .

El viejo territorio de La Forestal, la empresa inglesa que arrasó con el quebracho colorado, embolsó millones de libras esterlinas en ganancias, convirtió bosques en desiertos, abandonó decenas de pueblos en el agujero negro de la desocupación y gozó de la complicidad de administraciones nacionales, provinciales y regionales durante más de ochenta años.

Las Petacas se llama el exacto escenario del segundo estado argentino donde los pibes son usados como señales para fumigar.

Chicos que serán rociados con herbicidas y pesticidas mientras trabajan como postes, como banderas humanas y luego serán reemplazados por otros.

'Primero se comienza a fumigar en las esquinas, lo que se llama 'esquinero'.

Después, hay que contar 24 pasos hacia un costado desde el último lugar donde pasó el 'mosquito', desde el punto del medio de la máquina y pararse allí', dice uno de los pibes entre los catorce y dieciséis años de edad.

El 'mosquito' es una máquina que vuela bajo y 'riega' una nube de plaguicida.

Para que el conductor sepa dónde tiene que fumigar, los productores agropecuarios de la zona encontraron una solución económica: chicos de menos de 16 años, se paran con una bandera en el sitio a fumigar.

Los rocían con 'Randap' y a veces '2-4 D' (herbicidas usados sobre todo para cultivar soja). También tiran insecticidas y mata yuyos. Tienen un olor fuertísimo.

'A veces también ayudamos a cargar el tanque. Cuando hay viento en contra nos da la nube y nos moja toda la cara', describe el niño señal, el pibe que será contaminado, el número que apenas alguien tendrá en cuenta para un módico presupuesto de inversiones en el norte santafesino.

No hay protección de ningún tipo.

Y cuando señalan el campo para que pase el mosquito cobran entre veinte y veinticinco centavos la hectárea y cincuenta centavos cuando el plaguicida se esparce desde un tractor que 'va más lerdo', dice uno de los chicos.

'Con el 'mosquito' hacen 100 o 150 hectáreas por día. Se trabaja con dos banderilleros, uno para la ida y otro para la vuelta. Trabajamos desde que sale el sol hasta la nochecita. A veces nos dan de comer ahí y otras nos traen a casa, depende del productor', agregan los entrevistados.

Uno de los chicos dice que sabe que esos líquidos le puede hacer mal: 'Que tengamos cáncer', ejemplifica. 'Hace tres o cuatro años que trabajamos en esto. En los tiempos de calor hay que aguantárselo al rayo del sol y encima el olor de ese líquido te revienta la cabeza.

A veces me agarra dolor de cabeza en el medio del campo. Yo siempre llevo remera con cuello alto para taparme la cara y la cabeza', dicen las voces de los pibes envenenados.

-Nos buscan dos productores.

Cada uno tiene su gente, pero algunos no, porque usan banderillero satelital.

Hacemos un descanso al mediodía y caminamos 200 hectáreas por día.

No nos cansamos mucho porque estamos acostumbrados.

A mí me dolía la cabeza y temblaba todo. Fui al médico y me dijo que era por el trabajo que hacía, que estaba enfermo por eso', remarcan los niños.

El padre de los pibes ya no puede acompañar a sus hijos. No soporta más las hinchazones del estómago, contó. 'No tenemos otra opción. Necesitamos hacer cualquier trabajo', dice el papá cuando intenta explicar por qué sus hijos se exponen a semejante asesinato en etapas.

La Agrupación de Vecinos Autoconvocados de Las Petacas y la Fundación para la Defensa del Ambiente habían emplazado al presidente comunal Miguel Ángel Battistelli para que elabore un programa de erradicación de actividades contaminantes relacionadas con las explotaciones agropecuarias y el uso de agroquímicos.

No hubo avances.

Los pibes siguen de banderas.

Es en Las Petacas, norte profundo santafesino, donde todavía siguen vivas las garras de los continuadores de La Forestal.

Los giros de la historia y sus sorpresas


por Ricardo Forster

Días atravesados por la incertidumbre y por el derrumbe de algunos mitos muy de época, en especial aquellos divulgados por los economistas que dominaron con su ampulosidad verborrágica el escenario de los años 90 y que lograron imponer, en el imaginario colectivo, la idea de un mundo resuelto de una vez y para siempre (claro que lo que no decían era que esa eternidad prometida sólo favorecería a los más ricos profundizando, de un modo inédito, la desigualdad y la pobreza en la mayor parte del planeta).

Zozobra de un sistema económico que, en las últimas décadas, se tragó a la política y al Estado, que se devoró de un solo bocado cualquier alternativa al proyecto iniciado, casi 30 años atrás, por Reagan y Thatcher, afirmando la ingeniosa frase propuesta por Francis Fukuyama del “fin de la historia y de los conflictos principales”, un fin asociado, por supuesto, al triunfo definitivo de la economía de mercado y de la democracia liberal.

Atados a esa idea del mundo, los años venideros prácticamente vieron de qué modo se fueron esfumando los proyectos alternativos, tanto aquellos que hundían sus raíces en tradiciones de izquierdas desahuciadas por sus propios errores y por el avance de un neoconservadurismo arrollador, como aquellas otras perspectivas políticas herederas de los denostados populismos, calificados, una vez caído el comunismo y sus espectros, de nuevo demonio de época, junto, eso también, con el desmontaje de la alternativa socialdemócrata, aquella especialmente ligada al Estado de Bienestar y que acabó siendo funcional a las prácticas neoliberales.

Quedó, en la escena contemporánea, un solo soberano: el mercado y sus nuevos amos hegemónicos atrincherados en la más feroz de las especulaciones financieras. Se iniciaba, junto con el derrumbe del bloque socialista, el reinado del capitalismo salvaje, sistema sostenido en la impunidad, el chantaje, la desigualdad creciente y la impudicia generalizada desde los centros de poder.

La década de los 90 supuso, como parte de esa hegemonía neoliberal, no sólo el desguace entre nosotros del Estado, de sus funciones regulativas e incluso distribucionistas a favor de los más débiles, sino también el vaciamiento de la política, su reducción a instrumento de los intereses financieros cuando no vehículo de corrupción y nepotismo.

La Argentina sufrió, al mismo tiempo, el flagelo del endeudamiento público, la destrucción de su aparato productivo, el desempleo creciente, la profundización de la desigualdad y de la pobreza y, como corolario, la deslegitimación de sus estructuras políticas y jurídicas.

La política quedó boyando en medio de las turbulencias de un mar agitado por la más desenfrenada especulación financiera aliada a la complicidad de políticos y partidos que hacían de la rapiña y de la corrupción una vía de salida de sus antiguas tradiciones populares. La democracia era vaciada de cualquier sentido reparador y emancipatorio para convertirla en una caja vacía al servicio del capitalismo más concentrado y especulativo.

Con dificultades, un cierto giro se operó a partir del 2003 (aunque sin olvidar los costos brutales, para los más pobres, de la salida de la crisis desatada por la caída de De la Rúa y la posterior devaluación implementada por Duhalde); y ese giro revaluó, aunque con problemas no resueltos, la significación del gesto político a la hora de implementar alternativas económicas.

Para decirlo de otra manera: se logró salir del marasmo neoliberal, de sus principales coordenadas, reivindicando los lenguajes y las prácticas de la política como verdadero orientador de una sociedad. Se buscó, aun con contradicciones y debilidades, recuperar la función del Estado, su capacidad de intervención y, fundamentalmente, de ofrecer alternativas que pudieran revertir la tendencia de las últimas décadas a la acumulación de la riqueza en cada vez menos manos.

Algo se logró, y lo que se hizo tuvo que ver con eludir las ideologías del mercado y sus discurseadores. ¿Se habrá terminado ese tiempo? ¿Estaremos entrando, a contramano de lo que ocurre en un mundo desconcertado por la brutal crisis de los mercados financieros, en una etapa regresiva atrapada nuevamente por los fantasmas del endeudamiento? Ciertas señales son preocupantes.

¿Éstas serán las consecuencias de la derrota en el Senado de la resolución 125? ¿Comenzó a devaluarse, como antes, la política ante los gurúes de la economía? Se encienden las luces rojas, no esas del semáforo del Clarín ni la de las que suelen prender los “mercados” cuando alguno de sus intereses es puesto en cuestión, sino las que importan en el interior de un proyecto democrático y distribucionista.

La reapertura de las negociaciones con los fondos buitre, en particular aquellos que no aceptaron el canje propuesto en el 2005, no parece representar un gesto de soberanía ni corresponderse con la línea seguida hasta ahora por Néstor Kirchner –durante su mandato– y Cristina Fernández. Parece, antes bien, un retroceso, el abandono de una política que le permitió al país entrar en este desbarajuste de la economía mundial más o menos bien posicionado.

¿Es tiempo de abandonar ese modelo para regresar al anterior que generalizó la crisis, el endeudamiento y la catástrofe social? Tal vez veamos de qué manera la ofensiva agromediática, aquella que permitió doblarle la mano al Gobierno en la lucha por imponer políticas regulatorias indispensables, debilita lo bueno realizado hasta ahora, en especial lo ligado a un mejoramiento de la distribución y a una recuperación efectiva de los salarios, para dejar su lugar a recetas ortodoxas que fueron específicamente rechazadas en estos años. No hay dudas que ellos van por más. ¿Está el Gobierno dispuesto a impedirlo? ¿Sabe cómo hacerlo sin renunciar a sus convicciones?

Las preguntas surgen en medio de este inesperado giro de la historia mundial, cuya orientación no termina de avizorarse pero que no parece prometer ninguna buena nueva para los pobres. Es tarea de un gobierno democrático que declaró su identificación con los mundos populares no dejarse torcer el brazo por los causantes de tanto desastre que, como siempre, nada tiene que ver con fenómenos de la naturaleza y todo con acciones de los seres humanos, en especial de aquellos que guían su hacer con la brújula de la codicia, la acumulación desenfrenada, la especulación y el desguace a dos puntas del Estado y de la política genuinamente democrática.

“La cultura trabaja sobre el imaginario popular”

Sur
Roberto "Tito" Cossa
"Tito" Cossa habló de su posicionamiento político frente a los temas de actualidad.
"Tito" Cossa habló de su posicionamiento político frente a los temas de actualidad.
Le preocupa el hábito del zapping, critica al cine nacional que “no cuenta historias”, y dice que el teatro nunca fue popular.
Roberto Tito Cossa es uno de los dramaturgos más reconocidos de la Argentina. Sus aportes a la cultura y su lucha por los derechos humanos lo consagraron ciudadano ilustre de la Ciudad de Buenos Aires en 2007. Actualmente, preside la Sociedad General de Autores de la Argentina (Argentores).

–¿Qué es hoy para usted la cultura popular?

–En principio, a mí la palabra popular me resulta compleja. Popular es aquello que expresa el pueblo, lo que expresa un valor. En lo que conozco, que es el teatro, esa idea de la década del ’20, de un teatro obrero, para los obreros, ya no existe. Sí puede haber un trabajo desde los sindicatos con muestras organizadas. Pero pretender que los obreros se empilchen los sábados a la noche para ver una obra de Beckett... El teatro al que conocemos por popular, sería el destinado, en verdad, a las clases más bajas. Pero el teatro no es popular. Es popular el teatro de revista, que la gente iría a ver, pero la entrada es muy cara. Pero también puede verlo en televisión. El teatro que hacemos nosotros es minoritario. Incluso es más minoritario hoy que hace años atrás. Estimo que no serán motivos del teatro, sino motivos políticos. Cuando vino la dictadura éramos los únicos que hablábamos un poquito y se llenaban los teatros. No eran teatros como los conocemos ahora. Era ir a ver teatro, pero también hacer la resistencia. Hoy ya la muleta política no está, ahora el teatro tiene que mostrarse como teatro, hable de política, de amor o de lo que sea.

–¿Cómo definiría a su obra?

–Yo soy un autor que tengo una pata en cada lado: soy un autor popular y soy también del teatro independiente.

–¿Y cómo ve al teatro argentino actualmente?

–Lo veo encarrilado. Lo que pasa es que es un fenómeno notable el de la cantidad de salas. Esto se da en muy pocas partes del mundo. Los europeos ricos nos envidian. Allá si no hay mucho dinero no se hace teatro, hay que hacer un teatro más sostenido por el Estado para cobrar el subsidio. En cambio acá los grupos jóvenes hacen teatro y pueden juntar dinero. Es un fenómeno que hay que ubicarlo. Es decir, tienen un éxito los teatros independientes, manteniendo la vieja denominación (no me gusta esto de ahora del off), no pasa de las tres funciones en sala chica. Los éxitos de la década del ’60, desconocidos todos pero que se empezaba a comentar: “Mirá, hay una función así en una sala chiquita”. Eran ocho funciones por semana, de martes a domingos. Es decir, se ha produciendo un fenómeno distinto. Pero es mucha más la cantidad que hay ahora que en otra época. Yo veo que hay varios públicos. Uno es el habituado al teatro independiente, que creo a veces miente cuando dice que no le gustan algunas cosas, tipo poses. Luego está el público de clase media que va al teatro por una obra premiada o un actor muy conocido.

–Sin embargo, hubo obras suyas muy exitosas, de gran concurrencia de público.

–No sé cuántos espectadores fueron a ver, por ejemplo, La Nona, eran muchos. Aún así no todos los días llenaba una sala de 500 localidades, pero la llenaba los sábados y los domingos. Pero suponía, en esa versión, en esa temporada –yo nunca hice la cuenta–. Un gran éxito en el teatro hoy, de esos que se habla, son 50 mil espectadores, 60 mil, hablo del teatro de arte, del que tiene una pata en cada lado; y la revista, que lleva muchos más. Olivera me decía que la última vez que pasaron La Nona por Canal 13 tuvo 16 puntos de rating, un millón 600 mil espectadores; entonces, son códigos tan diferentes. Ahora yo a veces veo cosas más experimentales para nosotros, más para adentro del teatro, hay cosas muy buenas, me interesan mucho, de las que no quiero privarme. Pero si medimos lo popular por la cantidad, yo creo que donde se encuentra esa ecuación es en la música, en los recitales, en el rock, ahí es donde realmente está la gente y la mayoría lo consume.

–¿Y el cine?

–Este cine que se está haciendo ahora, lo veo con directores que no cuentan historias. Sí veo películas bien filmadas, bien actuadas, sólidas desde ese punto de vista, pero con historias que no concuerdan y la prueba son los pocos espectadores que tienen. Algo pasa.

–¿Por qué?

–Yo insisto en que lo que hace el arte, la cultura, costea sobre el subconsciente colectivo de la gente, y lo que recibe hoy mayoritariamente es la televisión, o es un cine totalmente catástrofe, ligado al formalismo, a la seducción por la imagen cualquiera sea, para una película de aventura, para una película de amor, eso a mi me preocupa, como me preocupa la cultura de este gran invento, del zapping, esta cosa del espectador de no detenerse un rato en algo que de pronto lo puede haber agarrado y como la primera imagen no le gustó, es decir, este hábito frente a la televisión; yo siempre hago la broma, en teatro no puede pasar, te sentás ahí y aguantátela, por eso tratemos de hacer cosas que gusten, porque si no somos muy autoritarios con esto. El espectador se está habituando a ese poder que tiene, ¿no? Yo estoy muy preocupado pero no tengo elementos, no soy director de un equipo de teorías que me puedan llevar a saber más de esto. Pero, por otro lado, en otro plano se avanza, es decir, la conciencia de los derechos humanos, de la importancia de la cultura, por lo menos la superestructura. Esto de pronto puede dar lugar a una política de Estado sobre la cultura, que sería para mí lo deseable. Y eso puede hacer llegar, si se hace inteligentemente, el arte no sólo para observarlo, sino también para crearlo, a sectores más populares, más desligados. A mi no me parece grave que a alguien no le guste la sinfonía de Beethoven, tiene todo el derecho, lo grave es que a alguien que le podría gustar nunca tenga la posibilidad de escucharla. Sobre eso hay que trabajar, pero bueno, con gente que realmente conozca el tema habría que diagramar una política y generar los recursos para que esa política se haga.

–En Carta Abierta, de la que usted participa, confluyen intelectuales y artistas que aunque con una postura crítica, rompen con la posición de distancia que muchas veces estos sectores mantuvieron con el poder. ¿Por qué?

–Yo creo que Carta Abierta salió por la sensación de amenaza que había, no sé si a la estabilidad del gobierno pero sí a la pérdida de cosas que se habían logrado. Creo que todos estábamos muy inquietos, muy preocupados. De manera que fue muy bueno, muy positivo que surgiera este grupo. Yo, lamentablemente, he participado poco firmando y adhiriendo, no asisto a las reuniones porque los días sábados son mis jornadas de trabajo en el teatro. Pero creo que hay que romper ese malentendido que hay entre políticos y artistas respecto a acercarse, dialogar con un gobierno para reclamar cosas necesarias. Porque los políticos primero desconfían, no los conocen, sienten que tienen mirada crítica, cosa que es verdad, pero creo que es culpa de las dos partes, ¿no? Los políticos que, primero, en su gran mayoría, no consumen arte, no van al teatro, no van al cine de arte, no van a exposiciones de pintura, no leen novelas, de manera que ya tienen una primera distancia, que es no saber. Porque si les gustara mucho una novela de un autor determinado de pronto les interesaría conocerlo. Y aparte tienen una mirada sobre la cultura elitista. Entonces no entienden –y esto me cansé de decírselo al presidente en una reunión que no tenía nada que ver, pero metí el bocadillo– que la cultura trabaja sobre el imaginario popular. Es decir, que no es inocente, no es un poema, un libro, una canción, una música –sobre todo esa música de hoy que tiene más llegada a los jóvenes.

–Romper el miedo a quedar pegado...

–Así es. Si la presidenta convocara a una reunión de gente renombrada de la cultura para hablar sobre este tema a mí me parece que hay que ir, es un disparate no ir. Claro, no significa ni ser kirchnerista ni peronista ni radical ni nada. Simplemente es decir: al gobierno, que tiene los instrumentos y los recursos para apoyar la cultura y el arte, hay que decirle cómo y hay que apoyarlo.

–Volviendo al actual momento político del país, ¿qué piensa de las clases medias que en su gran mayoría parecieran seguir fascinadas con un modelo de país que en la práctica siempre la terminó perjudicando?

–Bueno, una de las cosas que pasaron es la, no sé si llamarla derrota, pero por lo menos sí la derrota de la utopía socialista. No es un dato menor que en los últimos 20 años, luego de la decadencia del sistema soviético, todos los que soñábamos con el socialismo ya lo veíamos imposible, hay muchas maneras. Una es decir bueno, cambiemos la estrategia, otra es decir, bueno, bajemos los brazos. Entonces muchos más los sectores populares, que llegaban a ese proyecto de una manera más primaria, más sentimental, con más conciencia de clase, cuando se suponía que los sindicatos eran de una manera, que en las fábricas había un debate. Estaba leyendo hace poco una nota sobre el Cordobazo, cómo pasaban esas cosas. Pero bueno, este es un fenómeno mundial, partamos de esa base. Acá se da de maneras particulares por el fenómeno peronista, acá actuamos de una manera diferente, a veces mejor, pero diferente. Y por supuesto, el discurso liberal ha calado tan profundo que revertirlo va a depender del éxito de determinadas políticas. Si Aerolíneas, por ejemplo, recuperada, realmente empieza a funcionar bien; si se hiciera una política similar con YPF, con los ferrocarriles, bueno, entonces, tal vez se pueda. Yo no lo veo tan probable, ni tan inmediato.

Ahora, cambiar a la clase media es un tema cultural. Qué apareció en el subconsciente de esa gente, que no es toda la clase media pero es una buena porción: una actitud fascista. Esto es lo grave, no es que defiendan al campo, detrás de eso, por debajo y sin que lo dijeran del todo, a medias palabras y a medio tono, apareció una cosa muy fascista, racista, xenófoba, es decir, machista, toda esa cosa… Este anticristinismo tiene una cosa fascistoide, eso es lo grave.

Es la confianza, estúpido


Por Robert J. Samuelson
Las dudas que genera el crack financiero y las incógnitas sobre sus consecuencias.
Robert J. Samuelson

Tengo dudas de que Ben Bernanke, economista por la Universidad de Princeton, y Hank Paulson, ex director ejecutivo de Goldman Sachs, imaginaran lo que les esperaba cuando se hicieron cargo de la Reserva Federal y el Tesoro de EE. UU., en 2006. Desde entonces, pusieron sus agencias a ritmo de guerra, tratando de evitar el equivalente financiero de un colapso militar. Como en la guerra, hubo sorpresas repetidas, y las respuestas requirieron improvisación: por ejemplo, el rescate de US$ 85.000 millones de American International Group (AIG). Pero la semana pasada sus defensas parecían estar amenazadas, por lo que Paulson propuso la solución radical de que el gobierno comprara grandes cantidades de deuda impagable para apuntalar el sistema financiero.
Se trata de confianza, estúpido. Todo sistema financiero depende de la fiabilidad. La gente tiene que creer que las instituciones con las que negocia (sus “contrapartes”) se desempeñarán como se espera. Estamos en una crisis porque los inversionistas y los gestores financieros —la gente que gobierna bancos, fondos de cobertura, compañías aseguradoras— perdieron la confianza. Los bancos se niegan a prestarse unos a otros; los inversionistas se retiran. El horror máximo es un pánico financiero: todos quieren vender y nadie quiere comprar. El plan de Paulson busca evitar esa calamidad.
La crisis empezó con pérdidas en el mercado, de US$ 1,3 billones para las hipotecas “de riesgo”, muchas de las cuales fueron “titularizadas”, reunidas en bonos y vendidas a los inversionistas. Con todas las acciones y los bonos de EE. UU. valiendo alrededor de US$ 50 billones en 2007, las pérdidas debieron ser manejables. No lo fueron porque nadie sabía cuán grande se volvería la pérdida o qué instituciones tenían los títulos “de riesgo” sospechosos. Aun más, muchas instituciones financieras fueron capitalizadas magramente. Dependieron de fondos prestados; las pérdidas pudieron acabar con su capital. Así la crisis se extendió.
Desde agosto de 2007, cuando apareció la crisis, la Reserva Federal hizo tres cosas para evitar que la merma en la confianza se convirtiera en un pánico autocumplido. La primera era estándar: bajar las tasas de interés. La tasa repentina de los fondos federales cayó de 5,25 por ciento al 2 por ciento. El objetivo era promover el préstamo y sostener la economía. En contraste, la segunda y la tercera respuestas fueron pioneras. Si los bancos se mantenían renuentes a hacer préstamos a corto plazo rutinarios —por miedo a los riesgos desconocidos—, la Reserva Federal actuaría enérgicamente como prestamista de último recurso. Bernanke creó varias “facilidades de préstamo” nuevas que permitieron a los bancos (incluso los de inversión, como Goldman Sachs) pedir prestado a la Reserva Federal. Recibieron efectivo y títulos seguros del Tesoro de EE. UU. a cambio de enviar hipotecas “titularizadas” y otros bonos a la Reserva Federal. De esta manera, la Reserva prestó más de US$ 300.000 millones.
Luego, la Reserva y el Tesoro previnieron bancarrotas que hubieran ocurrido de otra manera. Con el apoyo de la Reserva Federal, el banco de inversión Bear Stearns se fusionó con JPMorgan Chase. Fannie Mae y Freddie Mac, los gigantes de las hipotecas, fueron tomados por el Estado; sus pérdidas de riesgo también habían agotado su escaso capital. Y ahora AIG fue rescatado.
Pero convertir la Reserva Federal en una agencia de
préstamos que apoye a firmas específicas y tipos de crédito fue un cambio de su papel familiar de regular las tasas de
interés y las condiciones de crédito. La justificación: la intervención evitó una desastrosa reacción en cadena. Las acciones no fueron tiradas en los mercados, reduciendo los precios; las compañías que prestaron a estas firmas y comerciaron con ellas no sufrieron pérdidas mayores.
El problema con estos ejercicios de generar confianza fue que cuantos más de ellos ocurrieron, menos efecto tuvieron. Cuando la sorpresa de hoy siguió a la de ayer, resultó menos convincente que Paulson y Bernanke entendieran o pudieran controlar la crisis. También hubo problemas prácticos. La Reserva Federal financió su programa de préstamos reduciendo su enorme participación de títulos del Tesoro de EE. UU. No podía hacer esto indefinidamente sin agotar todos sus bonos. Un peligro: la Reserva entonces recurriría a la antigua y potencialmente inflacionaria creación de dinero.
Contra ese escenario, Paulson sugirió algo así como la Corporación de Resolución y Confianza que fue usada en las crisis de ahorros y préstamos para disponer de los bienes raíces impagables. Esta entidad compraría los títulos hipotecarios de riesgo para estabilizar el sistema financiero. Pero quedan las preguntas duras: ¿qué títulos serían elegibles? ¿sólo los de riesgo? ¿Qué hay de las alternativas-A (hipotecas con poca documentación)? Supongamos que una economía más débil crea nuevas clases de deuda incobrable, digamos, títulos de tarjetas de crédito: ¿podrían ser elegibles? ¿Qué pasa con los bonos de EE. UU. que poseen extranjeros? ¿qué precio pagará el Estado? ¿el gobierno los retendrá para que “maduren” o los venderá?
Abundan las objeciones a la propuesta de Paulson. Rescatará a algunos inversionistas e instituciones financieras de sus malas decisiones y acabará con una disciplina útil: el miedo a las pérdidas. Algunos inversionistas (cuántos, nadie lo sabe) sin duda compraron títulos de riesgo con descuentos enormes y cosecharán ganancias enormes al revenderlos al Estado. Ello podría disparar una enfurecida reacción pública. El programa sería enorme (“cientos de miles de millones”, dice Paulson) y podría ser una carga para los contribuyentes futuros. Para esto, Paulson tiene una réplica poderosa: es mejor que la alternativa de una conmoción continuada y un posible pánico. Pero ello presupone que el programa tendrá éxito y suscita la pregunta más inquietante: si esto falla, ¿qué podría hacer luego el gobierno?