jueves, 25 de diciembre de 2008

Argentina: ¿Cómo gritar?


Alberto Morlachetti


Prólogo a Nota: Ante el supuesto crecimiento de la inseguridad en territorio bonaerense el gobernador Daniel Scioli manifestaba ayer en conferencia de prensa, que para frenar el delito hay que bajar la edad de imputabilidad de los menores a 12 años. Tema controvertido que enfrenta a cientistas sociales desde hace muchos años. Scioli advirtió que en territorio bonaerense viven unos 400.000 menores de edad "sin trabajo y sin estudio". Sin duda estos pibes constituyen el objeto privilegiado de la punición y señalamiento social.

La nota publicada el 7 de abril del 2004 conserva plena vigencia:

Algunos periodistas de mala fama construyen opinión pública en busca de consensos para reprimir a los niños. Rossana Reguillo escribe que los signos son preocupantes. En la vida cotidiana, en los discursos políticos y periodísticos, va cobrando fuerza ese discurso autoritario, duro, de limpieza social, que amenaza con ganar adeptos porque ofrece la cómoda certidumbre de que la única salvación consiste en el exterminio de todos aquellos elementos que amenazan y perturban el simulacro de la vida colectiva que se mantiene a fuerza de murmullos y suspiros entrecortados para no despertar al demonio. Pero si bien no creo que estemos en el infierno, vivimos su anticipo.

García Márquez se preguntó alguna vez si la Tierra no será el infierno de otros planetas. Tal vez sea mucho menos: una aldea sin memoria, dejada de la mano de sus dioses en el último suburbio.

En eso andan los medios de comunicación, con letra de imprenta o imagen de 4 tintas. Las semillas de las palabras caen en la tierra de los condenados y la cubren con una vegetación delirante.

Radio 10, a través de su mentor, el "periodista" Daniel Hadad, se destaca en la Cruzada contra los niños "infieles", alentando a tomar por asalto las calles contaminadas de pibes de malabares para que puedan los "buenos peregrinos" derramar toda esa gracia inocente en el "Santo Sepulcro" de los supermercados.

Un cronista policial en TV habló de ladrones de "pantalón corto": de la maldad de los niños pobres, que no tienen códigos como los tenían los ladrones de ayer, expresaba con cierta nostalgia. Carlos Ruckauf -con su vocación intacta de mano dura- manifestó a Página/12 que "los jueces alientan a los asesinos".

Se ha transformando a los grandes medios de comunicación en la sede de una estrategia temporal de represión y menoscabo de la vida de los pobres. Somos consumidores del espectáculo siempre "deleitoso" de la miseria, de la tragedia y del espectáculo "conmovedor" de los esfuerzos de los que la provocan, para luego erradicarla, y ponen en el cielo un grito desgarrador: hay que bajar la edad de imputabilidad disparando a las víctimas.

Fue aquí -decía Camus- "donde mi generación aprendió que uno puede tener razón y ser derrotado, que la fuerza puede destruir el alma, y que a veces el coraje no obtiene recompensa".

¿A qué edad imputamos a un menor? ¿A los 14 años? Parece no ser suficiente. ¿Quizás a los 12? ¿Hay discernimiento en esas edades? ¿Sabe un niño diferenciar lo bueno de lo que no lo es? ¿Lo prohibido de lo permitido? Manuel Ossorio, hombre de prestigio del Derecho, dice que "quien obra sin discernimiento absoluto no puede darse cuenta del alcance, del valor ni de las consecuencias de las acciones que realiza". El discernimiento puede estar disminuido por varias causas, las anímicas, el miedo, la ofuscación. ¿No está mutilado un niño que sufre hambre, abandono, que ha sido violentado, que vive a la intemperie? ¿No está afectado el niño que no tiene los insumos básicos de la crianza humana: la familia, la ternura, el abrigo, el pan?

Es entonces que dentro del ámbito del Derecho Penal los niños, afectados por la ausencia de derechos que nunca le otorgaron, no pueden discernir plenamente la índole delictiva del acto que realizan, porque no pueden diferenciar entre el bien y el mal.

Invocar discernimiento precoz es condición, pero no suficiente. Entonces, invocan las figuras más nefastas del oscurantismo penal, nos recuerdan la concepción positivista del "delincuente natural", las genéticas irreparables de nuestros niños pobres.

En La pena de muerte de Albert Camus y Arthur Koestler, este último escribe que en Gran Bretaña los niños de menos de siete años no eran pasibles de la pena de muerte. Sin embargo, entre los siete y los catorce años podían ser ahorcados si había contra ellos "una prueba evidente de perversidad". La perversidad producía la "mayoría de edad penal". Así, en 1801, Andrew Brenning, un niño de trece años, fue ahorcado en público por introducirse en una casa, forzando la entrada, y robar una cuchara. En 1833 un niño de nueve años fue condenado a la horca por haber robado, a través de una vidriera rota, unas tizas de colores.

Los medios de comunicación van contra la familia y le imputan engendrar más hijos de los que la pobreza le permite, de haber transformado la crianza humana en algo lábil, cuando procede el tiempo de los azotes, de utilizar a sus hijos, de convertirlos en pesadillas humanas. Y van contra la escuela pública por no haber puesto sus técnicas de dominación para someterlos. Esto ocurre en abril de este año. Pero es una historia que ya nos contaron los libros o nuestros abuelos con sus tertulias, esa memoria carnal que se transmite a través de las ternuras.

Cuando la inmigración en Argentina fue objeto del menosprecio social, a fines del siglo XIX y principios del XX, en realidad, lo que se buscaba era eliminar a los no asimilables, los hombres y mujeres que luchaban por sus derechos. Meléndez, en el año 1900, encontraba en la herencia una de las causas de la delincuencia de menores, principalmente en las colectividades italiana y francesa. Luis Agote, diputado por el Partido Conservador, decía el 27 de agosto de 1919 en la Cámara de Diputados: "Tengo en mi banca varias sentencias de jueces condenando por reincidentes a chicos de 10, 11, y 12 años de edad. Si se buscan los antecedentes de estos pequeños criminales, se encuentra que son lustrabotas, vendedores de diarios o mensajeros".

Hoy como ayer se oculta, se niega, se vela las causas que producen el maltrato y el abandono. Se trata como un fenómeno individual lo que es un producto social, y se le adjudica a la familia humilde una responsabilidad que es colectiva. La mayoría de los medios informativos no derrama una sola palabra, una sola imagen sobre el capitalismo que omite generar "condición humana".

En el espacio no euclidiano del nuevo milenio, una curvatura maléfica desvía invenciblemente todas las trayectorias. Es el fin de la linealidad, del progreso. En esta perspectiva, el futuro ya no existe, como lo expresa Jean Baudrillard.

Para todos los niños tiene la muerte una mirada, explotados directa o indirectamente por el sistema -son hoy como ayer- la expresión más elocuente de un continente de violencia y de explotación de la vida humana. El hambre que mata niños cada día, sin ese poco de pan que era obligado, sin la ayuda de aquellos que debieron cantarles.

Reflexiones sobre el pasado, el olvido y la (in)justicia

Ricardo Forster
22-12-2008 / El pasado continúa persiguiendo a la actualidad argentina como para recordarnos que aquello que no se resuelve ni se repara en términos de justicia sigue persistiendo como una mancha indeleble.

Pero también, si leemos el fallo de la cámara de casación abriendo la posibilidad de la libertad para, entre otros, el “Tigre” Acosta y Alfredo Astiz (dos de los máximos símbolos del horror dictatorial), nos remite a un problema no menor: la certidumbre de la falacia que tan recurrentemente suelen esgrimir algunos medios de comunicación juntamente con las máximas voces de la Iglesia y que nos vienen diciendo desde 1983 que sin olvido no hay reconciliación, y que sin reconciliación que logre clausurar de una vez para siempre los litigios del pasado no hay posibilidad alguna de abrir el horizonte del futuro. Algunos jueces han decidido, amparándose en los vericuetos legales, apurar el trámite del olvido buscando, ellos, cerrar los expedientes de la justicia allí donde la propia complicidad del sistema judicial permitió demorar sine die los procesos a los genocidas para generar, precisamente, este tipo de fallos vergonzosos. Lo que tal vez no alcancen a medir es que ciertos actos disparan situaciones inesperadas o le dan mayor consistencia a la presencia de lo que se intenta clausurar.
Años atrás el recientemente fallecido Víctor Massuh, filósofo y diplomático que actuó como funcionario de la dictadura en un lugar emblemático como la Unesco, escribió un sesudo artículo publicado en el suplemento cultural de La Nación en el que intentaba comparar la situación argentina –para él atrapada en el laberinto de una memoria sobredimensionada y atravesada por la lógica del rencor– con los casos de la Sudáfrica de Mandela y, en ese momento, con la política de paz que acercaba a israelíes y palestinos y tenía en Rabin a su máximo exponente. Massuh se manifestaba por el olvido como sustancia reparadora del tejido social y como garante de una genuina refundación capaz de dejar atrás los desencuentros y las violencias; para él eso era lo que había posibilitado la salida sudafricana del régimen del Apartheid sin enfrentamientos y la que estaba posibilitando la solución del conflicto en Medio Oriente. Había que salir rápidamente de la persistencia, entre nosotros, de la guerra civil, argumento que homologaba, desde la perspectiva de Massuh, el reclamo de justicia y de reparación que llevaban adelante los organismos de derechos humanos con lo que él consideraba una esclerosis de la memoria que reproducía las condiciones para la parálisis nacional. No resulta casual descubrir que por lo general los abanderados del olvido son los mismos especialmente interesados en que no se recuerden sus actividades en aquellos tiempos que buscan invisibilizar. El filósofo-diplomático era uno de esos personajes poco dispuestos a revisar sus responsabilidades, sus complicidades y sus omisiones. Algo para nada insólito en nuestro país.
Desde el intento de los últimos días de la dictadura por dictar una ley anticipada de autoinmunización e indulto hasta las permanentes intervenciones de la Iglesia que no dejó ni deja pasar ninguna oportunidad para esgrimir su teoría caritativa de la reconciliación, ciertas expresiones del establishment político, económico, jurídico y religioso han venido operando desde esta lógica buscando arrojar sobre la memoria colectiva un manto de olvido que tiene como corolario necesario la impunidad. Ya lo había iniciado el gobierno de Alfonsín borrando con una mano lo que había escrito con la otra al dictar las leyes de obediencia debida y de punto final que empañaban ese acto histórico que significó el juicio a las juntas y la conformación de la Conadep junto con el informe del Nunca Más; lo siguió Menem con su decreto indultando a los genocidas y buscando por todos los medios volver efectivo el deseo de su gobierno de generar, ahora sí, el borrón y cuenta nueva.
Desde las rebeliones carapintadas (encabezadas por quien hoy es aceptado en las filas del Partido Justicialista sin que haya revisado su actuación ni sus ideas en relación con la represión dictatorial, dato que no debiera pasarse por alto y que señala un núcleo contradictorio difícil de justificar por el mismo gobierno que ha hecho cosas importantísimas a la hora de derogar todas las leyes de impunidad y de acelerar los juicios a los militares) pasando por las declaraciones de una de las principales líderes de la oposición, Lilita Carrió, que ha expresado en más de una oportunidad su desacuerdo con lo que ella denomina un gesto de persecución hacia las Fuerzas Armadas, hasta las voces de algunos núcleos de la derecha argentina entramada con sus voceros oficiosos en algunos medios de comunicación que han visto una oportunidad de golpear en el corazón de la política de derechos humanos, la decisión de la Cámara de Casación a través de dos de sus jueces –Guillermo Yacobucci y Luis García– lleva agua para el molino de la impunidad y, más grave todavía, alimenta la idea de un cierre de los expedientes judiciales de la mano con una clausura jurídica de la memoria.
Sólo la ingenuidad podría desconocer la extraña “coincidencia” que llevó a la Cámara de Casación a dictar su fallo el mismo día en que en el corazón de la ESMA, lugar de infamia y muerte, se inauguraba la plaza que conmemora el día de la declaración universal de los derechos del hombre y que, juntamente con ese acto, se les otorgaba el premio Azucena Villaflor a Osvaldo Bayer y a Sara Rus. Bayer como portador de la memoria histórica, como aquel que volvió visibles a los invisibles; Sara Rus como emblema de una vida atravesada por el dolor más extremo y la convicción de luchar por la justicia (la vida de Sara expresa el núcleo horroroso del siglo veinte, aquello terrible que va de Auschwitz a la ESMA, pero también ofrece el ejemplo de una vida que ama la vida más allá de la violencia homicida, primero de los nazis y después de la dictadura videlista). Un mismo día para dos acontecimientos absolutamente opuestos; un mismo día en el que se volvió a poner en juego la memoria y su relación con el presente; un mismo día atravesado por el fantasma de la impunidad y el permanente reclamo de justicia