sábado, 4 de octubre de 2008

Los giros de la historia y sus sorpresas


por Ricardo Forster

Días atravesados por la incertidumbre y por el derrumbe de algunos mitos muy de época, en especial aquellos divulgados por los economistas que dominaron con su ampulosidad verborrágica el escenario de los años 90 y que lograron imponer, en el imaginario colectivo, la idea de un mundo resuelto de una vez y para siempre (claro que lo que no decían era que esa eternidad prometida sólo favorecería a los más ricos profundizando, de un modo inédito, la desigualdad y la pobreza en la mayor parte del planeta).

Zozobra de un sistema económico que, en las últimas décadas, se tragó a la política y al Estado, que se devoró de un solo bocado cualquier alternativa al proyecto iniciado, casi 30 años atrás, por Reagan y Thatcher, afirmando la ingeniosa frase propuesta por Francis Fukuyama del “fin de la historia y de los conflictos principales”, un fin asociado, por supuesto, al triunfo definitivo de la economía de mercado y de la democracia liberal.

Atados a esa idea del mundo, los años venideros prácticamente vieron de qué modo se fueron esfumando los proyectos alternativos, tanto aquellos que hundían sus raíces en tradiciones de izquierdas desahuciadas por sus propios errores y por el avance de un neoconservadurismo arrollador, como aquellas otras perspectivas políticas herederas de los denostados populismos, calificados, una vez caído el comunismo y sus espectros, de nuevo demonio de época, junto, eso también, con el desmontaje de la alternativa socialdemócrata, aquella especialmente ligada al Estado de Bienestar y que acabó siendo funcional a las prácticas neoliberales.

Quedó, en la escena contemporánea, un solo soberano: el mercado y sus nuevos amos hegemónicos atrincherados en la más feroz de las especulaciones financieras. Se iniciaba, junto con el derrumbe del bloque socialista, el reinado del capitalismo salvaje, sistema sostenido en la impunidad, el chantaje, la desigualdad creciente y la impudicia generalizada desde los centros de poder.

La década de los 90 supuso, como parte de esa hegemonía neoliberal, no sólo el desguace entre nosotros del Estado, de sus funciones regulativas e incluso distribucionistas a favor de los más débiles, sino también el vaciamiento de la política, su reducción a instrumento de los intereses financieros cuando no vehículo de corrupción y nepotismo.

La Argentina sufrió, al mismo tiempo, el flagelo del endeudamiento público, la destrucción de su aparato productivo, el desempleo creciente, la profundización de la desigualdad y de la pobreza y, como corolario, la deslegitimación de sus estructuras políticas y jurídicas.

La política quedó boyando en medio de las turbulencias de un mar agitado por la más desenfrenada especulación financiera aliada a la complicidad de políticos y partidos que hacían de la rapiña y de la corrupción una vía de salida de sus antiguas tradiciones populares. La democracia era vaciada de cualquier sentido reparador y emancipatorio para convertirla en una caja vacía al servicio del capitalismo más concentrado y especulativo.

Con dificultades, un cierto giro se operó a partir del 2003 (aunque sin olvidar los costos brutales, para los más pobres, de la salida de la crisis desatada por la caída de De la Rúa y la posterior devaluación implementada por Duhalde); y ese giro revaluó, aunque con problemas no resueltos, la significación del gesto político a la hora de implementar alternativas económicas.

Para decirlo de otra manera: se logró salir del marasmo neoliberal, de sus principales coordenadas, reivindicando los lenguajes y las prácticas de la política como verdadero orientador de una sociedad. Se buscó, aun con contradicciones y debilidades, recuperar la función del Estado, su capacidad de intervención y, fundamentalmente, de ofrecer alternativas que pudieran revertir la tendencia de las últimas décadas a la acumulación de la riqueza en cada vez menos manos.

Algo se logró, y lo que se hizo tuvo que ver con eludir las ideologías del mercado y sus discurseadores. ¿Se habrá terminado ese tiempo? ¿Estaremos entrando, a contramano de lo que ocurre en un mundo desconcertado por la brutal crisis de los mercados financieros, en una etapa regresiva atrapada nuevamente por los fantasmas del endeudamiento? Ciertas señales son preocupantes.

¿Éstas serán las consecuencias de la derrota en el Senado de la resolución 125? ¿Comenzó a devaluarse, como antes, la política ante los gurúes de la economía? Se encienden las luces rojas, no esas del semáforo del Clarín ni la de las que suelen prender los “mercados” cuando alguno de sus intereses es puesto en cuestión, sino las que importan en el interior de un proyecto democrático y distribucionista.

La reapertura de las negociaciones con los fondos buitre, en particular aquellos que no aceptaron el canje propuesto en el 2005, no parece representar un gesto de soberanía ni corresponderse con la línea seguida hasta ahora por Néstor Kirchner –durante su mandato– y Cristina Fernández. Parece, antes bien, un retroceso, el abandono de una política que le permitió al país entrar en este desbarajuste de la economía mundial más o menos bien posicionado.

¿Es tiempo de abandonar ese modelo para regresar al anterior que generalizó la crisis, el endeudamiento y la catástrofe social? Tal vez veamos de qué manera la ofensiva agromediática, aquella que permitió doblarle la mano al Gobierno en la lucha por imponer políticas regulatorias indispensables, debilita lo bueno realizado hasta ahora, en especial lo ligado a un mejoramiento de la distribución y a una recuperación efectiva de los salarios, para dejar su lugar a recetas ortodoxas que fueron específicamente rechazadas en estos años. No hay dudas que ellos van por más. ¿Está el Gobierno dispuesto a impedirlo? ¿Sabe cómo hacerlo sin renunciar a sus convicciones?

Las preguntas surgen en medio de este inesperado giro de la historia mundial, cuya orientación no termina de avizorarse pero que no parece prometer ninguna buena nueva para los pobres. Es tarea de un gobierno democrático que declaró su identificación con los mundos populares no dejarse torcer el brazo por los causantes de tanto desastre que, como siempre, nada tiene que ver con fenómenos de la naturaleza y todo con acciones de los seres humanos, en especial de aquellos que guían su hacer con la brújula de la codicia, la acumulación desenfrenada, la especulación y el desguace a dos puntas del Estado y de la política genuinamente democrática.

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