sábado, 4 de octubre de 2008

Es la confianza, estúpido


Por Robert J. Samuelson
Las dudas que genera el crack financiero y las incógnitas sobre sus consecuencias.
Robert J. Samuelson

Tengo dudas de que Ben Bernanke, economista por la Universidad de Princeton, y Hank Paulson, ex director ejecutivo de Goldman Sachs, imaginaran lo que les esperaba cuando se hicieron cargo de la Reserva Federal y el Tesoro de EE. UU., en 2006. Desde entonces, pusieron sus agencias a ritmo de guerra, tratando de evitar el equivalente financiero de un colapso militar. Como en la guerra, hubo sorpresas repetidas, y las respuestas requirieron improvisación: por ejemplo, el rescate de US$ 85.000 millones de American International Group (AIG). Pero la semana pasada sus defensas parecían estar amenazadas, por lo que Paulson propuso la solución radical de que el gobierno comprara grandes cantidades de deuda impagable para apuntalar el sistema financiero.
Se trata de confianza, estúpido. Todo sistema financiero depende de la fiabilidad. La gente tiene que creer que las instituciones con las que negocia (sus “contrapartes”) se desempeñarán como se espera. Estamos en una crisis porque los inversionistas y los gestores financieros —la gente que gobierna bancos, fondos de cobertura, compañías aseguradoras— perdieron la confianza. Los bancos se niegan a prestarse unos a otros; los inversionistas se retiran. El horror máximo es un pánico financiero: todos quieren vender y nadie quiere comprar. El plan de Paulson busca evitar esa calamidad.
La crisis empezó con pérdidas en el mercado, de US$ 1,3 billones para las hipotecas “de riesgo”, muchas de las cuales fueron “titularizadas”, reunidas en bonos y vendidas a los inversionistas. Con todas las acciones y los bonos de EE. UU. valiendo alrededor de US$ 50 billones en 2007, las pérdidas debieron ser manejables. No lo fueron porque nadie sabía cuán grande se volvería la pérdida o qué instituciones tenían los títulos “de riesgo” sospechosos. Aun más, muchas instituciones financieras fueron capitalizadas magramente. Dependieron de fondos prestados; las pérdidas pudieron acabar con su capital. Así la crisis se extendió.
Desde agosto de 2007, cuando apareció la crisis, la Reserva Federal hizo tres cosas para evitar que la merma en la confianza se convirtiera en un pánico autocumplido. La primera era estándar: bajar las tasas de interés. La tasa repentina de los fondos federales cayó de 5,25 por ciento al 2 por ciento. El objetivo era promover el préstamo y sostener la economía. En contraste, la segunda y la tercera respuestas fueron pioneras. Si los bancos se mantenían renuentes a hacer préstamos a corto plazo rutinarios —por miedo a los riesgos desconocidos—, la Reserva Federal actuaría enérgicamente como prestamista de último recurso. Bernanke creó varias “facilidades de préstamo” nuevas que permitieron a los bancos (incluso los de inversión, como Goldman Sachs) pedir prestado a la Reserva Federal. Recibieron efectivo y títulos seguros del Tesoro de EE. UU. a cambio de enviar hipotecas “titularizadas” y otros bonos a la Reserva Federal. De esta manera, la Reserva prestó más de US$ 300.000 millones.
Luego, la Reserva y el Tesoro previnieron bancarrotas que hubieran ocurrido de otra manera. Con el apoyo de la Reserva Federal, el banco de inversión Bear Stearns se fusionó con JPMorgan Chase. Fannie Mae y Freddie Mac, los gigantes de las hipotecas, fueron tomados por el Estado; sus pérdidas de riesgo también habían agotado su escaso capital. Y ahora AIG fue rescatado.
Pero convertir la Reserva Federal en una agencia de
préstamos que apoye a firmas específicas y tipos de crédito fue un cambio de su papel familiar de regular las tasas de
interés y las condiciones de crédito. La justificación: la intervención evitó una desastrosa reacción en cadena. Las acciones no fueron tiradas en los mercados, reduciendo los precios; las compañías que prestaron a estas firmas y comerciaron con ellas no sufrieron pérdidas mayores.
El problema con estos ejercicios de generar confianza fue que cuantos más de ellos ocurrieron, menos efecto tuvieron. Cuando la sorpresa de hoy siguió a la de ayer, resultó menos convincente que Paulson y Bernanke entendieran o pudieran controlar la crisis. También hubo problemas prácticos. La Reserva Federal financió su programa de préstamos reduciendo su enorme participación de títulos del Tesoro de EE. UU. No podía hacer esto indefinidamente sin agotar todos sus bonos. Un peligro: la Reserva entonces recurriría a la antigua y potencialmente inflacionaria creación de dinero.
Contra ese escenario, Paulson sugirió algo así como la Corporación de Resolución y Confianza que fue usada en las crisis de ahorros y préstamos para disponer de los bienes raíces impagables. Esta entidad compraría los títulos hipotecarios de riesgo para estabilizar el sistema financiero. Pero quedan las preguntas duras: ¿qué títulos serían elegibles? ¿sólo los de riesgo? ¿Qué hay de las alternativas-A (hipotecas con poca documentación)? Supongamos que una economía más débil crea nuevas clases de deuda incobrable, digamos, títulos de tarjetas de crédito: ¿podrían ser elegibles? ¿Qué pasa con los bonos de EE. UU. que poseen extranjeros? ¿qué precio pagará el Estado? ¿el gobierno los retendrá para que “maduren” o los venderá?
Abundan las objeciones a la propuesta de Paulson. Rescatará a algunos inversionistas e instituciones financieras de sus malas decisiones y acabará con una disciplina útil: el miedo a las pérdidas. Algunos inversionistas (cuántos, nadie lo sabe) sin duda compraron títulos de riesgo con descuentos enormes y cosecharán ganancias enormes al revenderlos al Estado. Ello podría disparar una enfurecida reacción pública. El programa sería enorme (“cientos de miles de millones”, dice Paulson) y podría ser una carga para los contribuyentes futuros. Para esto, Paulson tiene una réplica poderosa: es mejor que la alternativa de una conmoción continuada y un posible pánico. Pero ello presupone que el programa tendrá éxito y suscita la pregunta más inquietante: si esto falla, ¿qué podría hacer luego el gobierno?

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